Diversos estudios revelan que la imagen vale más que mil palabras. Asimismo, afirman que estamos programados biológicamente para procesar el mundo de un modo visual. Basta con observar las primeras comunicaciones escritas que son imágenes, por ejemplo, los jeroglíficos egipcios.
Hay veces en que sólo necesitamos mirar una imagen para comprender una situación. En estos casos, las palabras sobran. No está en discusión el poder de las imágenes porque son universales y trascienden las barreras del idioma.
La primera imagen que recuerdo, de muy niña y cuando digo niña, es porque no debo de haber tenido más de dos años, era un cuadro de la Pieta, de Miguel Ángel. La imagen colgada en la pieza de mi abuela paterna, la Abuela Carmen. En ese cuarto dormía la siesta cuando las idas a almorzar se extendían hasta largas horas de la tarde o, en otros casos, pasaba la noche cuando mis papás tenían panorama y no querían dejarme en casa sola al cuidado de la nana. Desde esa temprana edad me llama la atención cómo esa mujer tan linda, tan delicada puede sostener un tremendo peso. Desde ahí creo le tomé el valor al poder de las imágenes.

Pensando en imágenes que se me vienen a la cabeza siempre aparece la de San Jorge y el dragón. Cuando recién llegamos a vivir a Holanda – por trabajo de mi marido – una noche decidimos ir a Ámsterdam. Solo los dos para arrancarnos un rato de los niños. Caminábamos por esas calles angostas y encontramos una tienda maravillosa: Fantasía shop Chimera. De esos lugares mágicos donde había miles de figuras de hadas, gnomos, magos, brujas, en fin, todo ese mundo de fantasía que siempre me ha maravillado.
Mientras miraba las piezas, de repente y como si me hubiese llamado, veo una cerámica que estaba sentada sobre una repisa. Era un San Jorge viejo, cansado, con su casco aun puesto, pero con la visera hacia arriba que permitía verle las arrugas, su escaso pelo y su barba. Y a su lado, el dragón, también de edad avanzada, con una panza redondita. Ambos estaban sentados muy juntitos como conversando y tratando de recordar por qué peleaban. Al parecer, se les había olvidado cuál fue la razón por la cual comenzaron a luchar, esa que mantuvieron por años. Y me enamoré. ¡Perdidamente! De inmediato la asocié con mi relación con Jorge, mi hijo mayor que entonces tenía 12 años, un preadolescente para regalarlo. En ese momento pensé que algún día estaríamos sentados así, tratando de recordar por qué discutíamos tanto, pero que hoy lo hacíamos en paz. Ricardo, como siempre en su infinita generosidad, me la regaló. ¡Era carísima! Y ahí partimos de vuelta a casa ya no dos, sino cuatro.
La ubiqué en mi pieza, en la repisa donde la veía siempre. Despertaba y ahí estaba, me dormía mirándola. Con el tiempo, no sólo representó mi relación con Jorge, que -de paso aclaro, es maravillosa y no tuvimos que esperar a estar tan viejos para dejar de discutir-; sino que también asumí el significado de abuenarse con los conflictos, cualquiera que fueran.
Hoy ya no está conmigo. A la señora que nos ayudaba en la casa se le cayó y se rompió en mil pedazos, aunque hubiese querido pegarla, fue imposible. Con el correr de los años, y en cada momento crítico esa figura aparece ante mí.
Esta maravillosa imagen representa, como ninguna otra, hacer las paces. Y como soy media obsesiva, la sigo buscando de vez en cuando por internet. Contacté a los dueños de la tienda y ellos tan amables me dieron el nombre del artista que la creó: Bernard Pearson, a quien obviamente contacté. Ofrecí comprarle los bosquejos al precio que fuese y no hubo caso. Hoy sólo pienso que el próximo viaje a Inglaterra iré a verlo. Sigo creyendo en la magia y en los milagros.
Pero volviendo al tema de las imágenes, que difícil explicar por qué son tan importantes. Y aunque representen algo para mí, no necesariamente va a significar lo mismo para otra persona. Quizás es esto lo que más me atrae: entender que hay tantas miradas, tantos observadores, como habitantes en el mundo. Un niño de 4 años no ve lo mismo que su madre de 40. Una chilena no ve el mundo de la misma manera que un japonés. Las diferentes culturas, edades, momentos históricos, etc. nos hacen observadores únicos. Una puesta de sol para mi puede ser distinta que para otro. Mi familia no entiende mi obsesión de no perderme las puestas de sol. ¡Para ellos son todas iguales! Y para mí no hay una igual a la otra. Con esta analogía me pregunto cómo las pruebas psicológicas, como el de Rorschach pueden generalizar tanto.
¡Qué complejo es el tema de las imágenes! Mientras más ahondo, más puertas se me abren. Hay una propaganda genial de una marca de productos de belleza donde contratan a peritos dibujantes y bocetan retratos. Los artistas delinean el bosquejo sobre la base de las características que describen las entrevistadas acerca de sí mismas. Obviamente, el resultado no tiene nada que ver con la realidad.
Entonces, si me pregunto qué hace que una imagen sea poderosa quizás la respuesta está en la capacidad que éstas tienen de transportarnos, de sobrecogernos, de emocionarnos.
Cuando cumplí 40 años, los celebramos en la India. Los 5 integrantes de la familia pasamos año nuevo en Agra, ciudad donde esta el Taj Majal. El día en que me paré frente a ese mausoleo, creado por un hombre para demostrar el amor profundo que sentía a su mujer, un templo pensado desde el amor, ¡fue abrumador! Pude sentir, físicamente esa demostración de amor y yo, parada ahí, tratando de absorber todo, me corrían las lagrimas de emoción. ¿Cuántas veces hemos visto personas, situaciones, lugares, momentos que quisiéramos guardarlos para siempre? Para no olvidar, para que queden registradas por siempre. No importa que los demás no entiendan, al menos sabrán que para mí fueron inolvidables.
En parte, lo escrito anteriormente es para explicar el por qué mi libro La llave debía tener ilustraciones. El lenguaje de las imágenes tiene un efecto mayor en nuestro cerebro que las palabras, apela directamente a las emociones, a los recuerdos y su forma de funcionar. El tema central de “La llave” es el abuso. Palabra que asusta. El abuso es duro, trágico y muchas veces terrible y no quería que fuese así. Mi invitación al lector es más amigable, dulce y esperanzadora. Quiero que se sienta acompañado, de la mano de alguien y que vea el proceso como yo lo vi: desde la mirada de la no victima y que las imágenes reflejaran lo mismo. Las imágenes cumplen con la función de apoyar y complementar el contenido del texto, que ayude a quien lo lea a entender mejor la idea y a la vez, deja abierta la imaginación. Con las ilustraciones el tema se me hacía más atractivo y creo que permiten endulzar una realidad tan cruda.
Finalmente, si la imagen es lo suficientemente poderosa, atractiva o emotiva, nuestro cerebro la podrá almacenar, anclar y así, probablemente la recordaremos toda la vida.
4 de febrero de 2021